Tanto el Ayuntamiento de Guadalajara como la Diputación Provincial han desplegado un generoso programa de actividades en torno al centenario del nacimiento de Antonio Buero Vallejo. Generoso y merecido, pues el prestigio del dramaturgo crece, como en los grandes, con el transcurso del tiempo.
Su faceta como pintor y dibujante, por muchos desconocida, ha sido recogida en una magnífica exposición en el Teatro Auditorio que lleva su nombre –abierta hasta el 30 de septiembre-. Muchos de los que conservan en su retina el retrato a lápiz de Miguel Hernández, convertido ya en un icono, ignoran que su autor es el propio Buero, que coincidió con el poeta cuando ambos estuvieron presos en el penal alicantino Conde de Toreno (pobre conde, dar nombre a una prisión sí que es una buena pena). Y es que la vida del autor teatral fue tan intensa como prolífica.
Nacido en Guadalajara el 29 de septiembre de 1916, desde su infancia mostró su interés y sus aptitudes para el dibujo. Llegó a estudiar en la Academia de Bellas Artes de San Fernando pero, como todos los de su generación, sus proyectos fueron truncados por la Guerra Civil. En su caso de forma especialmente trágica, pues en diciembre de 1936 su padre, militar no sublevado, fue fusilado en circunstancias extrañas, pues algunas versiones apuntan que fue detenido por la propia policía militar del gobierno de Largo Caballero. El resto de la guerra la pasó en diferentes puestos del ejército republicano diseñando carteles bélicos para la causa. Al finalizar la contienda fue detenido y posteriormente liberado bajo la condición de presentarse a la autoridad correspondiente de forma periódica, a lo que se negó. Su rebelde inconformismo lo pagó con una condena a muerte de un tribunal castrense que finalmente fue conmutada, pasando una buena temporada de penal en penal, en los que hizo muchos amigos haciéndoles retratos y caricaturas –entre ellos el ya comentado de Miguel Hernández-, y cultivando a su vez lo que posteriormente serían sus frutos literarios, entre la amargura apaciguada y la tragedia en el individuo. La espontaneidad de su lápiz venció a la disciplinada espada y en 1946 salió de la cárcel de Ocaña bajo libertad condicional siendo desterrado a Madrid. Las autoridades franquistas confinaban sin saberlo la mejor obra del mayor dramaturgo del siglo XX.
Por entonces, nuestro protagonista bien podría aparecer en los papeles que su coetáneo Camilo José Cela presentaba regularmente al órgano competente de la dictadura, informando sobre los “intelectuales rojos” de Madrid. Trayectorias paralelas sobre ideologías diferentes que terminaron confluyendo para compartir los laureles del público y coincidir en diferentes premios, entre otros el prestigioso Cervantes.
Si Buero hubiera fomentado el odio y el rencor impregnando su obra de sentimientos tan radicales , no hubiese extrañado, tenía razones para ello. De hecho, y lamentablemente, estamos acostumbrados a padecerlos (sobre todo en el mundo del cine, donde, al parecer, sólo existieron unos “malos”). Buero no podía caer en esa simpleza porque principalmente era un artista. Y en algo un filósofo, no en vano en su juventud, cuando cursó el Bachillerato en nuestra ciudad, también se plateó estudiar Filosofía. Y aunque si bien toda su vida se sintió comprometido con las causas sociales y la defensa de los más desfavorecidos, aportó a sus escritos un barniz filosófico para poder enfrentarse a la realidad, sin huir de la crítica social (Historia de una escalera o El tragaluz) y teniendo que sortear hábilmente a la censura.
En otras ocasiones, no con el mismo éxito, pues algunas de sus obras fueron prohibidas (Aventura en lo gris o La doble historia del doctor Valmy) y muchas condicionadas o retocadas. Con todo, los méritos del dramaturgo obligaban a claudicar a las autoridades del régimen. En 1967 se le propuso incorporarse al Consejo Superior de Teatro, que rechazó. En 1971 fue nombrado miembro de número de la Real Academia Española. Ya en la democracia, fue reconocido con el Premio Cervantes (1986), la Medalla de Oro a las Bellas Artes ((1994) y el Premio Nacional de las Letras Españolas (1996). Falleció en Madrid cuatro años más tarde a los 83 años de edad. Una dilatada vida comprometida política y socialmente, sabiamente encauzada por el arte y la dramaturgia. En la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes aparece lo que bien podría ser su epitafio: «El teatro es mi realización y mi vida… Cuando Buero deje de existir ya no quedará más que su obra y Buero será su obra».