La ventaja del artista es que puede crear, o recrear, lo que la naturaleza o el hombre destruye. Así, en más de una ocasión he utilizado mis pinceles para recuperar la frondosidad de los grandes olmos de nuestra Alameda antes de que la inmisericorde grafiosis los aniquilara, allá por los años ochenta. Esa es la magia de quien frente a un lienzo no sólo pretende plasmar una imagen, sino además, transmitir o evocar un sentimiento o una sensación o, simplemente, revivir un pasado que a veces nos pilla a desmano. La sombra azulada y violeta de los imponentes árboles proyectada sobre una arena amarilla nápoles, rompiendo el reflejo cegador del sol vertical del verano, no sólo busca el contraste, aspira a que el espectador intente cobijarse en esa sombra y sentarse en uno de los bancos de piedra que a buen seguro refrescará sus posaderas. El verdor y el frescor que propician las hojas de los magnos olmos llegan por añadidura. Así como los numerosos recuerdos que la escena, el lugar, los objetos y las luces puedan evocar. Ésa es la interpretación de un cuadro, al menos es a lo que aspiro.
No recuerdo cuántos, pero ya son una pequeña colección de óleos los que he pintado sobre la Alameda. Tiendo a buscar lo plásticamente agradable. Otras corrientes se desenvuelven bien recreándose en el esperpento de la cruda realidad. Pero mis musas me cautivan en la ensoñación, en la interpretación benévola e idealizada de la realidad y, cuando no es propicia, me aconsejan recurrir al ayer. Nuestra Alameda refleja sus cuatro rostros de Vivaldi con una sinceridad que no disimula. En cada uno luce sus virtudes sin poder esconder sus miserias. Yo, cuando la pinto, sí las escondo. Y aprovecho el invierno para paralizar la nieve y la fuente central que, como diría Shopenhauer refiriéndose a la arquitectura, en su gélida quietud es música congelada. Y recordar las botellas de goma con agua caliente para caldear las camas. Y los cristales ahumados de vaho de los bares de los alrededores buscando el calor de un café, de unas bravas o una tortilla de patatas.
La primavera brinda las primeras yemas sobre unos tallos que, inexplicablemente, han soportado los rigores del invierno. Así como la valentía torera de los que sacan las mesas y sillas de sus kioskos para intentar anticiparse a la próxima estación. Como los veteranos jugadores de petanca que en sí mismos forman parte del paisaje. En esos días en Sigüenza se busca el sol como el sediento el agua. Es un bien preciado, es oro puro.
Como en la Castilla elevada, el verano rompe tardíamente, pero sin medianías. El verde, la luz y las sombras lucen y presumen con desparpajo. Los bónibus coquetean con las ramas más inferiores de los árboles y el templete de la música es testigo discreto de partidas de mus o conversaciones de barra. Por el paseo de los curas corretean los chavales y en alguna esquina dos adolescentes experimentan su primer beso. También es la espera para pedir una copa o un corte de helado, el intentar apropiarse una mesa para una partida de mus, guiñote o incluso de póker, las más discreta, por favor. La Alameda en esos días recibe la fiesta, a los gigantes y cabezudos, a las peñas y sus charangas. Sus farolas, de madrugada, se apagan más tarde que nunca, iluminando tenuemente confesiones inconfesables bajo los efluvios de Baco.
El jolgorio y la algarabía preceden a la estación que, personalmente, más me gusta. El otoño es como la policromía de una paleta de pintar; verdes oscuros, rojos teja, sombra natural, amarillos anaranjados. Un azul real y cenital que se transforma en morado y unas nubes grises que desprenden un aroma a tierra mojada que ya quisiera Chanel poder embotellarlo.
Bien, les he pintado un cuadro idílico. Ya me conocen. Obviemos de nuestra Alameda actual la debilidad de las sombras de unos árboles famélicos, de mesas y sillas vacías esperando a nadie, de la escasa higiene si hay repentinas necesidades fisiológicas, del riesgo súbito de ser arrollado por una bicicleta, de que el templete, en lugar de ser templo de nuestra banda municipal para solaz deleite de nuestros oídos, se haya convertido en una especie de tarta de vainilla y chocolate impropia de la austeridad castellana –por Dios, ¿quién lo pintó así ocultando su sobriedad en blanco hueso?-. Advierto que mucho de lo que ocurre viene de lejos y no todo es atribuible a nuestro actual alcalde que es consciente de mucho de lo que aquí expongo y me consta su predisposición a corregir, subsanar, recuperar y mejorar -así lo esperamos-.
Todos sabemos que nuestra mágica Alameda, la idealizada por los que ya peinamos canas, poco tiene que ver con la actual. Pero las pinceladas de esa Alameda se empeñan en reflejarla con su singular belleza. ¿Se dan cuenta de que no es mala opción regalarse un cuadro?
Emilio Fernández-Galiano