Con tan sugerente nombre se inauguró el pasado 26 de julio (2014) la exposición de pintura de la familia Santos. Visitar en verano una muestra de Fermín, Raúl o Antonio, es un viaje a épocas pasadas en las que Sigüenza se empapaba de sus óleos. No concibo la historia reciente de nuestra ciudad sin el arte de los Santos.
La Ermita de San Roque ha tenido el privilegio de recoger esta pirueta en el calendario y el visitante ha podido reencontrarse con unos lienzos que aunque atesoran la revalorización del tiempo, conservan la espontaneidad y creatividad de sus autores. Me sigue cautivando la evolución pictórica de Fermín Santos. Del costumbrismo clásico a un tenebrismo de claras influencias goyescas (paradójicamente, el de Fuendetodos sigue siendo uno de nuestros artistas más modernos). El jerarca de esta saga trasciende lo puntual, una determinada obra, y no puede entenderse su calidad si no es contemplando su diversidad y evolución pictóricas.
Raúl Santos me enseñó la facilidad con la que se puede deslizar un pincel sobre la tela. Y he de reconocer que conservo una debilidad por este gran artista tal vez basada en su frescura, en su trazo desenfadado y espontáneo. Guardo en el recuerdo la facilidad con la que bocetaba y ejecutaba un cuadro. Sus pinceladas eran definitivas y el uso de los colores, al fin y al cabo de la luz y/o su ausencia, era materialización directa de lo que veían sus ojos. O su imaginación. Así de fácil, así de complicado.
Creo que Antonio Viana buscó desde el principio su personalidad propia, no es casual el uso artístico de su segundo apellido. Y tal vez fue el más atrevido en la utilización de nuevas técnicas a veces no bien ni justamente reconocidas. Es complicado en una saga de artistas como los Santos salirse del patrón. No en vano, juntos han creado Escuela, con mayúscula.