Han pasado 80 años y todavía llegan a mis oídos anécdotas de aquella época. Entonces, nadie pensaba que una revuelta de unos cuantos generales “africanos” iba a ser el inicio de uno de los tramos más tristes y sombríos de la Historia de España. En Sigüenza, por ser ciudad de veraneo, los primeros días se vivieron con cierta calma. Las noticias que llegaban de Madrid eran confusas y la vida se desarrollaba en torno a la plaza Mayor, el barrio de San Roque y la frondosa Alameda, entonces poblada por unos enormes olmos que daban sombra a una luz solar vertical y picante. Los desplazamientos y las comunicaciones no eran como las de ahora y la vida era más lenta, más parsimoniosa. Y los veranos más largos; no en lo atmosférico, que actualmente los calores se prolongan, sino en el descanso, el periodo vacacional.
Mi abuelo Emilio, nacido en Marchamalo, aprovechaba el cese de las clases en la universidad durante tres meses y venía aquí con toda la familia, instalándose en una casa de la calle Medina, frente a la tienda de periódicos de doña Amelia, alquilándola para toda la temporada, esto es, los tres meses. Era hombre de mucha lectura y poco ejercicio, de mucho escribir y poco andar y de mucho fumar, entre cigarrillo y cigarrillo más de un café. Siempre vestía con traje y corbata, incluso en esos meses. Su mujer, mi abuela Mari Pepa, sevillana ella, era lo contrario. Paseos, refresco en la Alameda, coloquio entre amigas y visita regular a la Catedral para oír misa, al contrario que su marido, que en nada la frecuentaba. Ya contaba que ese verano fue especial por los rumores que llegaban desde Madrid o de Zaragoza. Los acontecimientos se precipitaban y el cariz de los mismos se agravaba, tanto que llegó el momento en que mi abuelo tomó la decisión de dejar Sigüenza e irse con la familia a Calatayud, zona bastante más tranquila y en donde su amigo Emilio Jimeno le ofreció dar clases ya que el regreso a Madrid era inviable. Tomada la decisión por parte de mi abuelo, fue a comunicársela a doña Mari Pepa, que sabía que se encontraba en la Catedral, y allí marchó fugaz sin acordarse, por las prisas, de ponerse la corbata. Cuando mi abuela vio a su marido pisando el templo y sin corbata, resopló y concluyó: “Algo grave tiene que estar pasando”. En efecto, la guerra había empezado.
El 25 de julio, tropas republicanas entraban en la ciudad y se hacían fuertes en la Catedral. Y la banda municipal apagó su música en el templete durante un largo periodo. Han pasado 80 años. Dislate tras dislate generaron tiempos de odio y venganza, tiempos que no han de volver ni deben repetirse. Nuestra España ha cambiado mucho, afortunadamente, aunque el progreso se ha llevado algunos valores que ahora echo de menos. Sacudidas de la resentida intolerancia del pasado parecen haber desaparecido, aunque se han consolidado otras que se obsesionan en centrifugar sentimientos y buscar aislamientos; hay que ver, en el siglo XXI, en una sociedad global y se empeñan en levantar muros.
Hoy, en el veraneo en Sigüenza la banda vuelve a tocar el gato montés en el templete, la Alameda no es tan frondosa y un espabilado ha dejado un kiosco como un solar, para bochorno turístico. Algo tendrá que reformar el Ayuntamiento para que no vuelva a suceder. Al menos, aquí hay gobierno, pues en España seguimos sin él. Verano del 16. Han pasado 80 años y parece que fue ayer.