LA ESPAÑA MELANCÓLICA

 

Gran Vía Web Si tienen la ocasión, escuchen cuando puedan el preludio de la ópera Tristán e Isolda, de Richard Wagner, y entenderán musicalmente el sentimiento de un estado melancólico. De hecho, la melodía de dicha pieza sirve de banda sonora del comienzo de la película danesa titulada precisamente “Melancholia” (2011), del director Lars von Trier.

 

La Historia de los pueblos viene a ser como la vida de las personas. Las hay más convulsas o menos, más cortas o largas, más trágicas o fructíferas. La nuestra, además de una de las más dilatadas entre las Naciones contemporáneas, posee una trayectoria ciclotímica. Lejos de la imagen machadiana de charanga y pandereta, o la creada por el régimen franquista de “different”, lo cierto es que, desde los tiempos modernos, es principalmente un país embargado por lo bipolar, por los días de nada después de mucho, por la decadencia tras la descomposición del Imperio y por la brecha abierta de una relación fraternal irreconciliable, la que nos hiela el corazón y nos hace deambular por el devenir de nuestro propio destino, como don Quijote, pobre. ¡Cuántos “sanchos” faltan!

 

Quijotes fuimos los que pensamos que la Transición cerraba heridas y albergaba un “renacimiento” dentro de Europa. Quijotes fuimos los que creíamos en un porvenir y un nuevo periodo de desarrollo. Como el que nuestros padres emprendieron en otros tiempos y por otros motivos. Ahora resulta que mi generación y, desde luego, la de nuestros hijos, vivirán peor que sus progenitores. ¡Claro que España ha cambiado y claro que ha mejorado en muchos aspectos! Pero hasta para reconocer nuestras virtudes nos hemos vuelto miserables.

 

Fue la Generación del 98 la que mostró sin matices su preocupación por España y su colectivo estado melancólico, pero otros grandes dignatarios han confesado en público su tendencia a una resignada tristeza. Tal vez el conocer privilegiadamente los entresijos de nuestra Nación, conlleva irremediablemente a padecer esa vaguedad sentimental, ese escepticismo resignado. Adolfo Suárez, tras la experiencia de UCD, solicitaba con tristeza a su electorado que le quisieran menos y le votaran más. Leopoldo Calvo-Sotelo era en sí mismo una esfinge solitaria. Felipe González la manifestó en público reconociendo incluso padecerla “clínicamente”. El propio rey Juan Carlos la mostró sin disimulo en diferentes momentos de su agitada vida. Y hasta recientemente Mariano Rajoy ha confesado su inmenso pesar al habérsele declarado persona non grata en su propia ciudad. Las altas responsabilidades propician, sin duda, ser víctimas de la melancolía y, por unos motivos u otros, todos la han padecido.

 

Pero yo insisto, como los del 98, en esa tristeza colectiva actual que observo y comento con muchos con los que comparto esta inquietud. No es de extrañar. Si nuestra singular Fiesta es denostada y manipulada, si nuestro himno es silbado, si el nombre de nuestro país se convierte en innombrable, si vemos que las historias sobre corrupción triunfan sobre las del esfuerzo y el emprendimiento, si nuestros políticos no se entienden entre ellos sin entender, obviamente, a su electorado, si la televisión que triunfa es la que se dedica al insulto y a los decibelios, si los bancos no ayudan cuando son los ayudados, si nuestros hijos trabajan a destajo con salarios de becarios, si mancillan la memoria de algunos de nuestros prohombres quitándoles las placas de sus calles apelando de nuevo al odio –las de otros, puedo entenderlo-, si los terroristas son rescatados como héroes y las víctimas enmudecidas en el olvido…, pues ya me dirán. Entenderán que la felicidad es efímera y la tristeza una constante. Escuchen entonces el preludio citado de Wagner, abran una buena botella de vino, húndanse en el sillón y lean a Machado: “En la desesperanza y en la melancolía de tu recuerdo, España, mi corazón se abreva.”

Emilio Fernández-Galiano

 

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