Mi encuentro con Sorolla

Joaquin Sorolla lapizO una entrevista figurada del autor a Joaquín Sorolla y Bastida (Valencia, 1863 – Madrid, 1923) tras visitar su exposición antológica del Museo del Prado.

Asistí a la exposición sobre el genial pintor valenciano del Museo del Prado y sigo dándole vueltas al misterio de ciertas pinceladas o, mejor dicho, del conjunto de pinceladas que en una equilibrada y lógica combinación alcanzan la armonía y la fuerza que consiguen impactar al espectador, hacerle sentir o, en una palabra, emocionarle. Con esa visita, culmino un largo período en el que el estudio de su obra ha sido una constante casi obsesiva. Tal vez por ello busco en mis trabajos entender sus mensajes y beber de sus óleos a modo de inspiración. Tal vez por ello, al acostarme se agolpan en mi cabeza los colores, la luz y detalles de sus lienzos. Tal vez por ello, en un duermevela, tejo esta figurada entrevista.

Pregunta: Maestro, ya puede estar contento, la exposición sobre un sólo autor más vista en toda la historia del Museo del Prado.

Respuesta: Estoy contento por compartir con los grandes genios que de la pintura ha habido lugar tan prestigioso, feliz por ver mis cuadros en las mismas paredes en las que admiré a mis grandes maestros y por los que gracias a su talento estoy hoy aquí: Velázquez, Goya, Fortuny…

(Su modestia le lleva a omitir que él ha sido el único pintor que en vida el Museo del Prado le ha comprado una obra. Por no ruborizarle no le recuerdo hito tan significativo)

P: Gracias al talento de los grandes que ha citado y a al suyo propio…

R: Al quedarme huérfano tan pequeño de padre y madre no tuve tutor directo que me influyera para las artes. Deduzco por ello que algún talento natural hizo que me encaminara hacia este oficio, pues he de advertirle que pintar, al margen de valoraciones artísticas, es tan oficio como cualquier otro. Se trata de alcanzar lo que ves y lo que deseas que vean mediante el trabajo, no tanto la inspiración. De hecho, en los comienzos tuve que compaginar las tareas de cerrajero –profesión de mi tío, quien junto a su mujer nos acogió a mi hermana y a mí tras la muerte de nuestros padres- con las clases nocturnas de dibujo que se impartían en la Escuela de Artesanos de Valencia. El rigor del quehacer matutino lo trasladaba a la noche.

P: Sigamos con sus comienzos, don Joaquín. Tengo entendido que para conseguir becas tuvo que pintar lo que gustaba en lugar de lo que le gustaba.

R: Al no tener recursos económicos, ciertamente tuve que concursar bajo los moldes que en la época se llevaban. Tenga en cuenta que la segunda mitad del XIX nuestra España se preparaba para la gran debacle, la pérdida de nuestros territorios allende los mares y una profunda convulsión política y económica. Los rectores y académicos de entonces intentaban paliar sus temores aferrándose a los grandes acontecimientos épicos del pasado. Mi primera gran obra reconocida y con la que cerraba una serie de trabajos sobre gestas históricas, El grito de Palleter, pintura en la que se muestra a un desafiante vendedor de paja enfrentándose a Napoleón durante la Guerra de la Independencia, es un buen ejemplo de cómo tuve que amoldarme a esos patrones, pero yo ya buscaba otra cosa.

P: Impaciente por saber qué, maestro.

R: Durante mi noviazgo con mi amada Clotilde, tras recapacitar en los numerosos apuntes que le hice en esa primera época, me di cuenta de que me preocupaba más el resultado que la técnica. Para los expertos de la época, el conocimiento exhaustivo de los métodos (preparación de los lienzos, utilización de los medios, composición, reglas, etc.) predominaba sobre cualquier otro aspecto en la formación artística. No dudo que a lo largo de mi carrera aquéllas enseñanzas me resultaran muy útiles, no, pero a menudo iban más allá de la mera formación y se convertían en cortapisas de la expresión, invadiendo la libre selección de los motivos y sometiéndola a los cánones de entonces. Yo buscaba más libertad, expresarme de otra forma. Fui de los primeros en pintar al aire libre en busca de la luz natural, una constante en mi trayectoria. Y a pesar de los inconvenientes de la naturaleza: las inclemencias del tiempo, las incomodidades fuera del estudio… Pero también tuve la suerte de empezar a disfrutar de algunas novedades ¿sabe lo importante que fue para mí que el óleo se comenzara a poder utilizar en tubos?

P: ¿Y cuándo se realiza el “mejor Sorolla”, el más conocido, “el maestro de la luz”?

R: Mire, joven, un pintor no se realiza en un determinado momento, es una constante evolución. Si acaso sus cuadros empiezan a ser valorados repentinamente. Mi formación pasó primero por Italia, luego, París, que desplazaba a aquélla como referencia europea de las artes. En la capital francesa conocí a los impresionistas, y a fuer de ser sinceros, me impactaron de manera notoria. Pero nadie tanto como dos pintores nórdicos, Zorn y Kröyer, que exhibían su obra en la Exposición Universal y de quienes recibí como una revelación los efectos de lo que luego se llamó el luminismo. Efectivamente, en la última década del XIX me consagraron como artista. Mis pinceles empezaron a plasmar sin timidez alguna la luz sobre los lienzos, esa luz mediterránea de mis orígenes me ayudó tanto por sentirla como propia. Fueron los cuadros que más fama me dieron, alcanzando tópicos que me llegan a molestar, ¡como si a lo largo de mi vida sólo hubiera pintado escenas marinas! ¿Por qué no se conocen tanto otros cuadros de aquélla época con un fondo de protesta social como el de Trata de blancas o ¡Aún dicen que el pescado es caro! o La otra Margarita? De muchos de ellos estoy muy orgulloso.

Don Joaquín se incorpora levemente de su butaca para acercarse a mi oído a modo de confesión.

¿Sabe una cosa? En esa época descubrí el secreto mejor guardado de Velázquez.

P: Perdone, maestro, pensé que sobre el pintor sevillano ya se sabía todo.

R: ¡Pamplinas! ¿Quién ha catalogado hasta hoy los innumerables tonos de blanco? Nadie. La pintura es misterio, es una incesante búsqueda y no me pregunte de qué porque no le sabría contestar. Volviendo al secreto de Velázquez. En mis anónimas visitas al Museo del Prado, me plantaba frente a sus cuadros intentando descifrar su técnica en la captación de la luz. Muchas, muchas horas pasé ensimismado ante sus óleos hasta que un día ¡eureka!, lo comprendí todo. Era una técnica casi matemática, mediante una elaborada serie de tramas verticales de luz-ausencia de luz, luz-ausencia de luz, y así sucesivamente. Era un método descaradamente lógico pero difícil de sintetizar. Me ayudó mucho en toda mi obra.

P: Se nos fue de esta vida relativamente joven, a los sesenta años, pero su legado es impresionante en cantidad y calidad (en torno a las cuatro mil obras, contando acuarelas y apuntes).

R: Mi vida tuvo dos pasiones, mi familia y mis pinturas. La primera la cuidé y disfruté consciente de lo que es tenerla, más cuando de tan pequeño perdí a mis padres. A la segunda me entregué en cuerpo y alma. Viajé sólo para pintar, investigar o exponer, por Europa, a Estados Unidos. Precisamente mi vinculación con la Hispanic Society me llevó a aceptar una suculenta oferta (150.000 dólares de entonces, una auténtica fortuna) para pintar los famosos murales reflejando la riqueza folclórica de la sociedad española. Ah, no debí aceptarla, nunca fui cicatero con el dinero, si lo hice fue pensando en mi familia.

P: Cuénteme el final, don Joaquín.

R: Como le decía, no debí aceptar la propuesta de la Hispanic Society. Los dichosos murales minaron mi salud ¡ocho años viajando por toda la península, de hostal a posada, de cama a camastro, de norte a sur! Lienzos colosales, enormes, que los americanos pretendieron en un principio reflejaran una España pretérita con los tópicos de siempre, a lo que me negué. Me pidieron, eso sí, que plasmara toda su diversidad, tan compleja como el trabajo que tanto me costó acabar. Tras finalizarlo, y después de cortas estancias en el Levante donde pinté mis últimos cuadros mediterráneos, me refugié en mi casa de Madrid retomando de nuevo el retrato, que me apasionaba. Y haciéndole uno a la mujer de don Ramón Pérez de Ayala padecí una hemiplejia que me paralizó medio cuerpo. Lo demás fueron vanos intentos por seguir pintando. Apenas tres años después, murió el medio Sorolla que quedaba.

Pero permaneció íntegro, genio, e irrepetible para la Historia. Gracias, Maestro.

Emilio Fernández-Galiano

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