Lorenzo Díaz o el “Mítico Llorens”

LORENZO DIAZ EA2Hace días me llamaba para anunciarme que su médico le había dado el alta. Una ligera pero persistente afección en sus cuerdas vocales le habían dejado en silencio durante excesivo tiempo. Demasiadas semanas sin oír su voz quebrada en el programa de Carlos Herrera. A Cristiano Ronaldo se le sube la bola y una parte de este país se estremece. A Lorenzo Díaz se le secuestra su voz por imperativo terapéutico y otra parte se inquieta. Porque, como él diría, España sigue teniendo sangre de fiesta, de fútbol y de toros. Y sólo los inquietos empiezan a preocuparse por otras cosas.

Afortunadamente para Herrera y sus oyentes, el viejo rockero vuelve. Mala metáfora, pues si a alguien no me imagino vestido de cuero y con tatuajes es al amigo Lorenzo. El “Mítico” es como los del noventa y ocho, me extraña que no se calce boina para proteger su lúcido cénit del riguroso invierno seguntino. Como los de la generación de Unamuno, no es castellano -es manchego-, pero adora y le pierde la meseta del norte y su serranía. La Castilla vieja, la que, como él dice, huele a horno de leña, hogaza de pan y cordero… Ya no huele así en ningún sitio, pero lo mantiene porque es un romántico. Un idealista en el mejor sentido de la palabra. No perdió ninguna colonia allende los mares, pero ya se ha dejado algunos girones de su vida con la ausencia de otras.

Lorenzo Díaz veranea en Sigüenza y nos hace una publicidad gratuita casi abusiva. Tiene casa y una biblioteca que poco tardará en invadir la cocina en donde, por cierto, su compañera de viaje, Magdalena, le guisa con manos primorosas. Desaforado lector, se lee hasta los prospectos de los medicamentos, si el autor del libro de turno, pongamos por caso, es un alemán de los de antes de la caída del muro de Berlín, mejor. Un alemán de los orientales, claro. Porque Lorenzo va siempre con los que pierden.

Tiene aspecto de bohemio despistado, pero se fija en todo y no por cotilleo, sino por su natural curiosidad sociológica. También se fijan en él, pues a pesar de lucir el palmito de un cartero de Tomelloso, las cautiva como un príncipe de Sajonia con la labia de Bergerac. La leyenda creada por su fiel amigo Raúl del Pozo, ésa de que vino a Madrid en un camión cargado de melones, no sólo no la ha desmentido, la ha convertido en mito por respeto a quien se la inventó y, otra vez, porque es un romántico. Porque le hubiese gustado que fuese así. En armonía a su austeridad. Nunca le he visto alardear de nada ni con nadie, y se lo rifan en los mejores restaurantes de la piel de toro. No en vano, es el único español honrado dos veces con el Premio Nacional de Gastronomía.

Pero creo que sabe tanto o más de comunicación y, sobre todo, de radio, su hábitat natural, su medio vital. Pienso que por sus venas en lugar de sangre corre la galena fundida. Su confinamiento al silencio durante el periodo de su rehabilitación ha debido de ser similar al destierro de Solzhenitsyn; al menos habrá leído, todavía más.

Tiene grandes y numerosos conocidos pero, sospecho, selectivos amigos. También es austero en eso, porque los cuenta como el que se va a por setas, viene con la cesta escasa pero son las mejores. Yo estoy encantado, como Alfonso Abril, porque de vez en cuando nos regaña. Y ese es el mejor guiño de amistad que te puede brindar este manchego castellano –no es por llevar la contraria, es así-, que disfrutar con él una sobremesa es como comerte un trozo de tarta de chocolate con helado de vainilla, un mucho de ondas de su radio y otro tanto de su sabiduría política y social, que es mucha. Y poder compartir, como con el filósofo, cada guinda que pone en cada isla de su particular archipiélago Gulag.

Emilio Fernández-Galiano

 

 

 

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