Antonio Mingote, la conciencia en clave de humor

AntonioMingote Se definía por encima de todo como dibujante y después, como humorista. No puede haber mejor síntesis de sus excelentes dotes que diariamente, puntual, plasmaba en sus viñetas. Yo añadiría su virtuosismo como pintor, no en vano muchas de sus ilustraciones en carteles, diseños, murales o lonas promocionales (llegó a pintar la Puerta de Alcalá para cubrirla, a tamaño natural, cuando fue reparada) pueden elevarse sin matices a auténticas obras de arte. Y su reconocimiento como escritor, pues publicó un buen número de libros, artículos y guiones que obtuvieron el reconocimiento académico ingresando en la Española, aunque siempre pensé que reunía más méritos para haberlo hecho en la de Bellas Artes.

Curiosamente, los primeros dibujos publicados por Mingote fueron en Guadalajara, en La Cabra, una revista extraoficial que se distribuía en la Academia de Infantería, en la que ingresó concluida la guerra civil. De ahí a La Codorniz (1946), para incorporarse al ABC en 1953, y en él hasta el final de sus días. Sus chistes suponían la conciencia del momento en clave de humor, tanto en la dictadura como en la Transición. Mingote evolucionó con la prudencia del pueblo, de forma natural, terminando siendo un fiel defensor del orden constitucional y la monarquía parlamentaria (el rey le otorgó el título de Marqués de Daroca). La influencia de sus viñetas fue de tal calado en el panorama político y social del momento que se decía que Mingote no es que dibujara en el ABC, sino que los demás escribían en su periódico.

Prolífico y polifacético. Reclamado por un sinfín de instituciones y empresas, estaba presente en cualquier ambiente. Célebre su reglamento del Mus, quién no lo ha consultado, aunque reconocía que la que jugaba bien era su mujer, Isabel. O las figuras del famoso carrillón de Plus Ultra, junto al Palace. Era un casta, además de castizo, un fenómeno, de ese tipo de personas que, generacionalmente, escasean por destacar y a su vez ser admirados, toreando con elegancia unos de los grandes pecados nacionales y del que muchos no pueden librarse, la envidia.

Desayunado en una cafetería, una buena mañana de primavera, una señora del madrileño barrio de Retiro se le acercó y le espetó: “Sus chistes son muy buenos pero usted, cuando le oigo en la radio, no tiene ninguna gracia”. A lo que él le contestó con su invariable sorna algo parecido a “El humor lo tengo en el lápiz, señora”. Antonio Mingote, genio y figura hasta la sepultura.

Emilio Fernández-Galiano

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