Francisco Santa Cruz. El rescate de un artista.

santacruzCuras pícnicos, catedrales esmaltadas, retratos tallados, escenas afronaifianas, reminiscencias de Altamira, ecos de la primitiva factoría Disney o figurantes de escenas matritenses. Tal cúmulo de categorías perceptivas conmueven al sorprendido contemplador al imaginar que provienen de la misma mano, de la misma inquietud. Las estampas de Francisco Santa Cruz sorprenden al curioso observador al ver la luz después de tantos años bajo la penumbra de los desvanes del olvido.

 

Los encargados de levantar el telón, Alicia Davara y Lorenzo de Grandes, con el respaldo de Maria Antonia Velasco, sabían que sobre el escenario se encontraba una gran obra. No es un compromiso ni un cumplido formal; la enorme sensibilidad de Alicia y Lorenzo sólo puede justificar tanta investigación, tanta recopilación y tanta entrega para exponer para el disfrute de todos, por un lado, y el reconocimiento por otro, el singular, vanguardista, variopinto y versátil legado de Santa Cruz.

 

Y he de reconocer que cuando me anticiparon con la misma ilusión por su parte que sorpresa por la mía las muestras de su laboriosa antología, quedé fascinado. Al fin y al cabo me mostraban trabajos de un discípulo de Vázquez Díaz, y como tal compañero de Dalí, directo admirador de Picasso, Juan Gris y Modigliani, íntimo de Francisco Bores, Carlos Sáenz de Tejada o Benjamín Palencia, compañero estudiantil de Pepín Bello, Rafael Alberti, García Lorca y Buñuel, colega de Pedro Flores y Luis Garay, tan significativos de la escuela parisina de principios del siglo XX, protegido de un desmemoriado González Ruano y protagonista directo de dos magnos acontecimientos: el Homenaje a Góngora en el tercer centenario de su muerte y que congregó en el Ateneo de Sevilla, organizado por el torero Ignacio Sánchez Mejías, a muchos de los integrantes de la generación del 27 y la Exposición de Copenhague de 1932, en la que exhibe con la Sociedad de Artistas Ibéricos junto a reconocidos pintores –Pedro Flores, Arturo Souto, Pedro Climent y María Angeles Ortiz, entre otros-, valorada muestra de su obra.

 

De origen y fin seguntino, nacido y fallecido en nuestra ciudad, de forma tan anónima como llevó su rica vida artística y cultural, sus dotes geniales nunca encontraron el merecido reconocimiento. Comentaba Maria Antonia Velasco en la presentación de la exposición que ahora se muestra en la Casa de El Doncel, que Francisco Santa Cruz, teniendo todos los méritos y valores de un gran artista pero faltándole la pública y notoria consagración, careciera de la vanidad necesaria. Tal vez su traumática juventud con la pérdida en escaso tiempo de sus padres y la mala fortuna en momentos decisivos –su primera exposición individual se celebró un 13 de abril de 1931, en el emblemático Lyceum Club, un día antes de la proclamación de la II República y en momentos políticos poco proclives a la relajación artística, “… el país no estaba para arte”, escriben los autores en acertada expresión-, condicionaran su retraída personalidad.

 

Sus largas estancias en Sigüenza, ajeno voluntariamente a las vicisitudes artísticas de un Madrid siempre inquieto, manifiestan en parte su solitaria identidad. Uno de sus autorretratos, en el que aparece con la cabeza gacha enfundada en un sombrero que en todo oculta su cabizbajo rostro –curioso flashback del genial Úrculo- desvela sin matices su carácter introvertido que, paradójicamente, no afectó en nada a su osadía vanguardista y a una versatilidad poco frecuente. No en vano Santa Cruz recorre con descaro muchas de las corrientes más atrevidas de su época en su no prolífica obra –al menos conocida-, lo que le añade más mérito por tanta intensidad en tan corto recorrido.

 

Alumno aventajado de la escuela “ultraísta”, de la que Francisco Bores, Carlos
Sáenz de Tejada o los polacos Wladyslaw Jahl y Marjan Paszklewicz, son sus principales exponentes –el prestigioso galerista Leandro Navarro le incluye en el mismo nivel-, los pinceles de Santa Cruz también se deslizaron por tendencias neocubistas y surrealistas, flirtearon con el puntillismo o se atrevieron con técnicas y corrientes renovadoras en su época. Su serie Pastoreo bien hubiera podido inspirar al propio Miquel Barceló en sus Cuadernos de Africa.

 

Destacan también sus xilografías que, por el lado más castizo, más España negra, también se nos antojan, en cierto modo, regoyescas o, todavía más, solanescas, tal y como apunta Juan Manuel Bonet.

 

Elaboró decorados para el teatro y carteles que evocan las mejoras corrientes de este género de antes y después de la guerra. También fue ilustrador, dibujante y caricaturista. Hay muestras de su trabajo que podrían convertirse hoy en día en auténticos iconos para cualquier diseñador gráfico espabilado. Sorprenden por su modernidad y diseño los dibujos de curas y figurines con diversas vestimentas, así como los “monos”, o monigotes, que perfectamente podrían alternarse con el dibujo animado norteamericano de principios del siglo XX, con el mismísimo Walt Disney de referencia.

 

Con la curiosidad y devoción del experto, es posible que hubiéramos podido rebuscar, sin demasiado éxito, las excelencias de este gran artista desconocido para el gran público. Schopenhauer decía que para un artista le es difícil comunicar a los demás las inquietudes que lleva dentro de sí, si no es a través de su obra. Es de agradecer que Alicia Davara y Lorenzo de Grandes, después de medio siglo, a Francisco Santa Cruz se lo hayan permitido.

 

Emilio Fernández-Galiano

 

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