La familia real de Antonio López

familia-real-antonio-lopez1_xoptimizadax--1127x900  Vaya por delante que Antonio López está considerado por méritos propios como el más grande entre los grandes del actual panorama pictórico nacional. El pintor manchego ocupa un espacio singular que sólo los maestros consagrados consiguen por su calidad, estilo y personalidad, aquéllos a los que se les reconoce la autoría de un cuadro sin necesidad de firmar. No en vano es Premio Príncipe de Asturias de las Artes, Premio Velázquez de Artes Plásticas o el de Príncipe de Viana a la Cultura. Sin lugar a dudas, es el artista español en vida más reconocido nacional e internacionalmente

Lo digo porque la sociedad española, ya se sabe, consagra y derriba mitos con la misma facilidad con que las serpientes cambian de piel. La presentación de la obra de la familia real ha generado unas expectativas mediáticas sin precedentes. Varias han sido las razones, pero principalmente dos: el hecho de que sea un “Antonio López” y, segunda, por la tardanza en la entrega de un encargo realizado hace veinte años. Con la humildad reservada a los elegidos, el genio advertía “que la gente no piense que soy un vago”. El retrato puede convertirse en una de las variantes más frustrantes para cualquier artista y requiere su tiempo, su meditación, el estudio de los personajes y su particular interpretación. Hay que tener en cuenta que son cinco los retratados y en un lienzo de grandísimas proporciones (3 metros x 3,39, el más grande por él pintado). El largo tiempo transcurrido en su elaboración provoca algunos “conflictos” al espectador. El primero e inevitable, es que los personajes son más jóvenes, fuera de su tiempo. Y no menos sus vestimentas, principalmente las de las mujeres, muy desfasadas. El autor huye de un entorno palaciego para buscar –y no sé si encontrar- otro más neutro, o moderno, luminoso, en el que las sombras, muy tenues, hacen livianos a los personajes (era deseo expreso de don Juan Carlos que se reflejase una familia española “normal”). La composición resulta pretendidamente simétrica situando a Juan Carlos en el centro y detrás, como respaldando al resto, en una escenografía casi bizantina.

El maestro justifica también la tardanza en la elaboración de la obra en haber tenido que basarse en fotografías. Él prefiere el contacto directo pero eso era imposible, asumiendo que en la actualidad es un recurso al que se tiene que acostumbrar. El día que posaron para las fotografías no se encontraba la infanta Cristina y, casualmente, es la que más le ha costado ubicar junto al resto de la familia; en un principio figuraba a la derecha de todos para terminar situándola a la izquierda.

Pese a lo que la mayoría piensa, Antonio López no es un hiperrealista, si no un perfeccionista, que son cosas distintas. Alardea de pintar con cuadrícula, como los clásicos, y la deja entrever en muchas zonas de la obra. Tengo para mí que cuando le encargaron el trabajo sabía lo que le venía encima, porque, como él dice, “yo no tardo una semana como Sorolla en hacer un retrato, a mi me cuesta mucho más”. Así es, Macarrón bordaba la figuración y no acertó nunca con el paisaje. López borda el paisaje urbano y el retrato le cuesta más, porque lo desarrolla como un mundo dentro de su mundo, y encuentra en el árbol del membrillo el origen y el infinito, y se siente más cómodo.

Observado el cuadro de cerca, López estudia la pincelada para que resulte espontánea y, aunque algunos de los protagonistas no ofrece un gesto ciertamente relajado, va resolviendo cada figura con una plasticidad cercana a la impresionista, como buscando su propia libertad dentro del rigor del encargo: “Marco el impresionismo como un punto de inflexión en la pintura. Un momento en el que por primera vez los artistas cuentan lo que quieren de verdad, y no lo que alguien les encargaba: Los impresionistas querían volver a la vida, porque la vida estaba secuestrada”.

Y el genio, al entregar la obra, salió al fin de la lámpara. Y se ha visto liberado.

Emilio Fernández-Galiano

 

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